Razones bíblicas: Apoc.
12:4-9; Isa. 14:12-14; Ezeq. 28:12-18; Gén. 3; Gén. 6-8; II Pedro 3:6;
Rom. 1:19-32; 5:19-21; 8:19-22; Heb. 1:4-14; I Cor. 4:9.
El Destino del Mundo
Predicho
"¡OH SI también tú conocieses, a lo menos
en este tu día, lo que toca a tu paz! mas ahora está encubierto de tus ojos.
Porque vendrán días sobre ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te
pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a
tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra;
por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación." (S. Lucas 19: 42 -
44.)
Desde lo alto del monte de los Olivos miraba
Jesús a Jerusalén, que ofrecía a sus ojos un cuadro de hermosura y de paz. Era
tiempo de Pascua, y de todas las regiones del orbe los hijos de Jacob se habían
reunido para celebrar la gran fiesta nacional. De entre viñedos y jardines como
de entre las verdes laderas donde se veían esparcidas las tiendas de los
peregrinos, elevábanse las colinas con sus terrazas, los airosos palacios y los
soberbios baluartes de la capital israelita.
La hija de Sión parecía decir en su orgullo: "¡Estoy sentada reina,
y . . . nunca veré el duelo!" porque siendo amada, como lo era, creía
estar segura de merecer aún los favores del cielo como en los tiempos antiguos
cuando el poeta rey cantaba: "Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra
es el monte de Sión, . . . la ciudad del gran Rey " (Salmo 48: 2.)
Resaltaban a la vista las construcciones espléndidas del templo, cuyos muros de
mármol blanco como la nieve estaban entonces iluminados por los últimos rayos
del sol poniente que al hundirse en el ocaso hacía resplandecer el oro de
puertas, torres y pináculos. Y así
destacábase la gran ciudad, "perfección de hermosura," orgullo de la
nación judaica. ¡Qué hijo de Israel podía permanecer ante semejante espectáculo
sin sentirse conmovido de gozo y admiración! Pero eran muy ajenos a todo esto los pensamientos que embargaban la
mente de Jesús. "Como llego cerca, viendo la ciudad, lloró sobre
ella." (S. Lucas. 19: 41.) En medio del regocijo que provocara su entrada
triunfal, mientras el gentío agitaba palmas, y alegres hosannas repercutían en
los montes, y mil voces le proclamaban Rey, el Redentor del mundo se sintió
abrumado por súbita y misteriosa tristeza.
El, el Hijo de Dios, el Prometido de Israel, que había vencido a la
muerte arrebatándole sus cautivos, lloraba, no presa de común abatimiento, sino
dominado por intensa e irreprimible agonía.
La Fe de los Mártires
CUANDO Jesús reveló a sus discípulos la suerte
de Jerusalén y los acontecimientos de la segunda venida, predijo también lo que
habría de experimentar su pueblo desde el momento en que él sería quitado de en
medio de ellos, hasta el de su segunda venida en poder y gloria para
libertarlos. Desde el monte de los Olivos vio el Salvador las tempestades que
iban a azotar a la iglesia apostólica y, penetrando aún mas en lo porvenir, su
ojo vislumbro las fieras y desoladoras tormentas que se desatarían sobre sus
discípulos en los tiempos de obscuridad y de persecución que habían de venir.
En unas cuantas declaraciones breves, de terrible significado, predijo la
medida de aflicción que los gobernantes del mundo impondrían a la iglesia de
Dios. (S. Mateo 24: 9, 21, 22.) Los discípulos de Cristo habrían de recorrer la
misma senda de humillación, escarnio y sufrimientos que a él le tocaba pisar.
La enemistad que contra el Redentor se despertara, iba a manifestarse contra
todos los que creyesen en su nombre.
La historia de la iglesia primitiva atestigua
que se cumplieron las palabras del Salvador. Los poderes de la tierra y del
infierno se coligaron para atacar a Cristo en la persona de sus discípulos. El
paganismo previó que de triunfar el Evangelio, sus templos y sus altares serían
derribados, y reunió sus fuerzas para destruir el cristianismo. Encendióse el
fuego de la persecución. Los cristianos fueron despojados de sus posesiones y
expulsados de sus hogares. Todos ellos sufrieron "gran combate de
aflicciones." "Experimentaron vituperios y azotes; y a más de esto
prisiones y cárceles." (Hebreos 10: 32; 11: 36.) Muchos sellaron su
testimonio con su sangre. Nobles y esclavos, ricos y pobres, sabios e
ignorantes, todos eran muertos sin misericordia.
Estas persecuciones que empezaron bajo el
imperio de Nerón, cerca del tiempo del martirio de S. Pablo, continuaron con
mayor o menor furia por varios siglos. Los cristianos eran inculpados
calumniosamente de los más espantosos crímenes y eran señalados como la causa
de las mayores calamidades: hambres, pestes y terremotos. Como eran objeto de
los odios y sospechas del pueblo, no faltaban los delatores que por vil interés
estaban listos para vender a los inocentes. Se los condenaba como rebeldes
contra el imperio, enemigos de la religión y azotes de la sociedad. Muchos eran
arrojados a las fieras o quemados vivos en los anfiteatros. Algunos eran
crucificados; a otros los cubrían con pieles de animales salvajes y los echaban
a la arena para ser despedazados por los perros. Estos suplicios constituían a
menudo la principal diversión en las fiestas populares. Grandes muchedumbres
solían reunirse para gozar de semejantes espectáculos y saludaban la agonía de
los moribundos con risotadas y aplausos.
Doquiera fuesen los discípulos de Cristo en busca de refugio, se les
perseguía como a animales de rapiña. Se vieron pues obligados a buscar
escondite en lugares desolados y solitarios. Anduvieron "destituidos,
afligidos, maltratados (de los cuales el mundo no era digno), andando
descaminados por los desiertos y por las montañas, y en las cuevas y en las
cavernas de la tierra." (Hebreos 11: 37, 38, V.M.) Las catacumbas
ofrecieron refugio a millares de cristianos. Debajo de los cerros, en las
afueras de la ciudad de Roma, se habían cavado a través de tierra y piedra
largas galerías subterráneas, cuya obscura e intrincada red se extendía leguas
más allá de los muros de la ciudad. En estos retiros los discípulos de Cristo
sepultaban a sus muertos y hallaban hogar cuando se sospechaba de ellos y se
los proscribía. Cuando el Dispensador de la vida despierte a los que pelearon
la buena batalla, muchos mártires de la fe de Cristo se levantarán de entre
aquellas cavernas tenebrosas
Una Era de Tinieblas
Espirituales
EL apóstol Pablo, en su segunda carta a los
Tesalonicenses, predijo la gran apostasía que había de resultar en el
establecimiento del poder papal. Declaró, respecto al día de Cristo: "Ese
día no puede venir, sin que venga primero la apostasía, y sea revelado el
hombre de pecado, el hijo de perdición; el cual se opone a Dios, y se ensalza
sobre todo lo que se llama Dios, o que es objeto de culto; de modo que se
siente en el templo de Dios, ostentando que él es Dios." (2 Tesalonicenses
2: 3, 4, V.M.) Y además el apóstol advierte a sus hermanos que "el
misterio de iniquidad está ya obrando." (Vers. 7.) Ya en aquella época
veía él que se introducían en la iglesia errores que prepararían el camino para
el desarrollo del papado.
Poco a poco, primero solapadamente y a
hurtadillas, y después con más desembozo, conforme iba cobrando fuerza y
dominio sobre los espíritus de los hombres, "el misterio de
iniquidad" hizo progresar su obra engañosa y blasfema. De un modo casi
imperceptible las costumbres del paganismo penetraron en la iglesia cristiana.
El espíritu de avenencia y de transacción fue coartado por algún tiempo por las
terribles persecuciones que sufriera la iglesia bajo el régimen del paganismo.
Mas habiendo cesado la persecución y habiendo penetrado el cristianismo en las
cortes y palacios, la iglesia dejó a un lado la humilde sencillez de Cristo y
de sus apóstoles por la pompa y el orgullo de los sacerdotes y gobernantes
paganos, y substituyó los requerimientos de Dios por las teorías y tradiciones
de los hombres. La conversión nominal de Constantino, a principios del siglo
cuarto, causó gran regocijo; y el mundo, disfrazado con capa de rectitud, se
introdujo en la iglesia. Desde entonces la obra de corrupción progresó
rápidamente. El paganismo que
parecía haber sido vencido, vino a ser el vencedor. Su espíritu dominó a la
iglesia. Sus doctrinas, ceremonias y supersticiones se incorporaron a la fe y
al culto de los que profesaban ser discípulos de Cristo.
Esta avenencia entre el paganismo y el
cristianismo dio por resultado el desarrollo del "hombre de pecado"
predicho en la profecía como oponiéndose a Dios y ensalzándose a sí mismo sobre
Dios. Ese gigantesco sistema de falsa religión es obra maestra del poder de
Satanás, un monumento de sus esfuerzos para sentarse él en el trono y reinar
sobre la tierra según su voluntad.
Fieles Porta antorchas
AUNQUE sumida a tierra en tinieblas durante el
largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por
completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su
fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la
Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo.
Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres. Se les marcaba
como a herejes, los móviles que los inspiraban eran impugnados, su carácter
difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo
permanecieron firmes, y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia
sagrada para las generaciones futuras.
La historia del pueblo de Dios durante los
siglos de obscuridad que siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el
cielo, aunque ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las
huellas que de su existencia pueden encontrarse fuera de las que se encuentran
en las acusaciones de sus perseguidores. La política de Roma consistió en hacer
desaparecer toda huella de oposición a sus doctrinas y decretos. Trató de
destruir todo lo que era herético, bien se tratase de personas o de escritos.
Las simples expresiones de duda u objeciones acerca de la autoridad de los
dogmas papales bastaban para quitarle la vida al rico o al pobre, al poderoso o
al humilde. Igualmente se esforzó Roma en destruir todo lo que denunciase su
crueldad contra los disidentes. Los concilios papales decretaron que los libros
o escritos que hablasen sobre el particular fuesen quemados. Antes de la
invención de la imprenta eran pocos los libros, y su forma no se prestaba para conservarlos, de modo que los romanistas
encontraron pocos obstáculos para llevar a cabo sus propósitos.
Ninguna iglesia que estuviese dentro de los
límites de la jurisdicción romana gozó mucho tiempo en paz de su libertad de
conciencia. No bien se hubo hecho dueño del poder el papado, extendió los
brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras
otra las iglesias se sometieron a su dominio.
En Gran Bretaña el cristianismo primitivo
había echado raíces desde muy temprano. El Evangelio recibido por los
habitantes de este país en los primeros siglos no se había corrompido con la
apostasía de Roma. La persecución de los emperadores paganos, que se extendió
aún hasta aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de
Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de la
persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la verdad fue
llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con gozo.
Luego que los sajones invadieron a Gran Bretaña, el paganismo llegó a
predominar. Los conquistadores desdeñaron ser instruídos por sus esclavos, y
los cristianos tuvieron que refugiarse en los páramos. No obstante la luz,
escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un siglo más tarde brilló en
Escocia con tal intensidad que se extendió a muy lejanas tierras. De Irlanda
salieron el piadoso Colombano y sus colaboradores, los que, reuniendo en su
derredor a los creyentes esparcidos en la solitaria isla de Iona, establecieron
allí el centro de sus trabajos misioneros. Entre estos evangelistas había uno
que observaba el sábado bíblico, y así se introdujo esta verdad entre la gente.
Se fundó en Iona una escuela de la que fueron enviados misioneros no sólo a
Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza y aun a Italia.